lunes, 19 de marzo de 2007
domingo, 18 de marzo de 2007
Otra tarde en el hospital.
Otra tarde en el hospital. Miguel reconocía los pasos de las enfermeras entre el caminar de los otros visitantes. Tanto tiempo llevaba visitando el oscuro laberinto de concreto por donde se perdían los doctores y enfermos. ¿Años? Trató de recordar. ¿Fue con el accidente que comenzaron las visitas? Qué importa, nada, lo único cierto es que era otra tarde en el hospital. Interrumpió sus cavilaciones la voz de una mujer.
-¿Señor Miguel Marnas? –Miguel miró los firmes senos de la enfermera.
-Sí, soy yo, ¿qué ocurre?
-Sígame por favor.
La enfermera enfiló hacia los ascensores sin esperar respuesta de Miguel. Él se concentró en los pasos de la mujer. Nunca los había escuchado. No los conocía.
-¿Dónde exactamente vamos? –preguntó Miguel.
-No se preocupe, señor Marnas, está todo bien –dijo la enfermera sin girarse.
Miguel pensó que la enfermera se abstenía de darle malas noticias, que fingía no prestarle atención, cuando ella en verdad estaba quemándose viva por tener que guardar en silencio las dos palabras que sólo el doctor tenía el privilegio de decir: ella ha muerto.
El blanco suelo del piso 13 reflejaba los neones del techo; daba la impresión de ver a la luz reventarse al caer desde el techo. La enfermera tenía un paso rápido, incómodo, rígido, y seguía la línea de los reflejos. El caminar de ella puso en alerta a Miguel, que no confiaba en el andar militar; significaba que se estaba escondiendo algo, que se estaba listo para atacar o escapar, la enfermera tenía un secreto y lo defendería hasta el fin. ¿Pero qué escondía? Miguel se detuvo.
-Hasta aquí llego –dijo con enfado.
La enfermera giró sobre los tacos de sus zapatos rojos. No dijo nada, pero su mirada era otra. Cálida. Comprensiva.
Sí. Ella había muerto.
Sonría. Mañana puede ser peor.
Como todos los martes.
El martes, como todos los martes, a eso de las tres de la tarde, Jericó visitaba al deforme. La gente le llamaba así. Deforme. Pero lo que no sabían era que el hombre deforme sólo tenía la mitad del rostro desfigurada. El lado izquierdo era una visión horrenda. Y este hombre de rostro deforme escondía la dañada piel con pintura; se pintaba como un arlequín y la mitad informe de su labio era una grotesca sonrisa. No era ningún placer verle, pero para Jericó ya era un reto escuchar las confesiones de un hombre ensombrecido por su propia monstruosidad.
- Llega tarde, Padre.
Desde un rincón, oculto entre las sombras de un amplio entretecho, una grave voz llamaba a Jericó.
- Lo siento, hijo. Hoy la misa congregó a muchas señoras impacientes por recibir respuestas del Señor.
Jericó se sentó en la única silla que había en la habitación. La tenue luz que entraba por la ventanilla iluminaba un raído colchón en una de las esquinas. No había nada más dentro de aquel espacio. Sólo Jericó y el deforme.
- ¿Y Dios les dio respuestas a las ancianas aterradas por la proximidad de la muerte?
- A su tiempo Dios se las dará.
- Cuando estén muertas.
Jericó dejó caer la grave Biblia que llevaba en las manos. Se tomó la cabeza con ambas manos.
- Gabriel, deja ese sarcasmo. ¿Crees que el mundo te odia por... por?
Jericó vacilaba.
- ¿Por mi deformidad, Jericó?
El deforme acercó su rostro a la pálida luz.
- ¡Mírame! Con odiarme a mi mismo basta. Aunque pronto todo eso cambiará.
Jericó levantó la Biblia del piso y le sacudió el polvo.
- Espero que eso sea verdad, Gabriel. Hace mucho tiempo te vengo diciendo que deberías salir, aprender a vivir contigo mismo. El Señor no te ha dado la vida para que la desperdicies.
- No, sólo para deformarme.
- Eso fue un accidente y tú comprendes que dentro del libre albedrío que Dios nos otorga el azar también tiene un espacio...
Con un grito de repudio el deforme se arrastró para resguardarse en el rincón a media luz.
- Es un maldito ególatra que creó un juego y olvidó las reglas; Dios no me sirve y nunca lo hará.
- No digas eso. Dios únicamente puede salvar tu alma... ¿Por qué me has hecho venir todos los martes, a esta hora, desde hace dos meses si no quieres rendirte a la misericordia y el amor de Dios?
- Para que escuche mis confesiones.
- ¡Pero si sólo has confesado pecados de tu infancia y me has hecho escuchar tus agresiones hacia todo lo luminoso que existe en el mundo!
El deforme se rió de las palabras del Padre.
- Lo luminoso. Es usted un mal poeta, Padre. Pero no se preocupe. Hoy mi confesión no será como las de antes. Escuche con atención, Padre:
Hace exactamente dos años celebrábamos el cumpleaños de mi hermano menor en su nuevo departamento. Era un edificio recién construido así que eran pocos los departamentos ocupados. Teníamos la música muy alto, por lo que no escuchamos la primera explosión.
- ¿Explosión?
Interrumpió Jericó.
- Cañerías dañadas de gas. De repente, la cocina explotó también. El fuego se expandía rápidamente. Al principio nos quedamos mirando, maravillados de los largos brazos del fuego; después todos estallaron en pánico y corrieron hacia la puerta principal. Los pasillos estaban en llamas y era difícil alcanzar las escaleras. En todo ese caos, sonó el telefono.
- Los bomberos, seguro.
- ¿Para qué van a llamar los bomberos por teléfono, Padre?
Jericó quedó pensativo.
- Llamaba la novia de mi hermano desde su teléfono celular. Desesperada, le decía a David que se encontraba en el ascensor, detenida, encerrada, asustada....
- ¿David es su hermano, verdad?
El deforme movía negativamente la cabeza.
- ¿Es que no presta atención, Padre, a mi última confesión?
- ¿Y a que se debe que sea la última?
- Porque con ésta podré tener al fin la conciencia tranquila. ¿En qué iba? Estaba Consuelo, la novia de mi hermano David (le queda claro, Padre) encerrada en el ascensor entre el piso de mi hermano y el piso inferior. Tenemos que sacarla, chillaba David. Buscamos algo que nos ayudara a abrir las puertas del ascensor. Él tomó una llave inglesa y yo un trozo de metal que encontré entre los restos de la cocina. Sofocados por las llamas logramos luego de un esfuerzo sobrehumano abrir las puertas. El ascensor estaba precisamente a unos tres metros más abajo. Ve tú, me dijo David, y yo los recibo a ambos. Salté sin querer discutir en medio de un incendio. Después de todo era su novia. Abrí la escotilla de escape y Consuelo, histérica, saltaba sin dejar de mover sus brazos. Sácame de aquí, sácame de aquí. Gritaba sin control. Entre sus chillidos y los gemidos de mi hermano, pensé en verlos morir, consumidos por las llamas. Yo pensaba al igual que ellos en salvar mi vida, pero no estaba alterado. Saqué a Consuelo con brusquedad y, podríamos decir, se la arrojé con fuerza a David. Él la tomo con torpeza y demoró un poco en subirla. El humo ya no me dejaba ver bien. Los veía en la orilla de las puertas. Al instante dejé de verlos. Esperé unos segundos. Grité el nombre de mi hermano varias veces. Silencio. Creí que habían muerto incinerados. Y sentí culpa. Qué estúpido de mi parte. ¿No lo cree así, Padre?
Jericó despejó su mente de las escenas relatadas por el deforme.
- El amor fraternal nunca desaparece, hijo, porque se lleva en la sangre.
- Cierto. Yo no odio a mi hermano por dejarme ahí. Pero ya no siento ningún cariño por él. Y salvé a quien ahora es su señora esposa. Mi rostro por la felicidad de mi hermano. Pero él debería tener sólo la mitad de esa felicidad, tal como mi rostro. En recompensa deberían devolverme mi mitad ¿No cree, Padre?
- Eso no es posible.
- Dios no puede.
- Nadie puede, Gabriel. Deberías dejar crecer tu parte sana...
- ¡No! No, Padre. Estos dos años he estado muerto. ¿Pero que son dos años si puedo retomar la vida e incluso la eternidad?
Las sudorosas manos de Jericó se abrían y cerraban.
- No entiendo, hijo.
- Cuando estaba sobre el ascensor, rodeado de humo y quemándome vivo por el calor intenso, apareció un anciano, sin ojos, calvo, de facciones delgadas y manos con largos, huesudos dedos.
- ¿Imaginaste algo mientras estabas encerrado?
- No. El era real. Su presencia traía el silencio; un gélido silencio. Y yo veía las llamas y sabía que hacía calor. Pero dentro de ese silencio hacía frío. En una de sus manos sostenía un libro. Léelo, me dijo, está en una lengua que no comprendes, pero que ya comprenderás. Y se disipó junto con el humo. Me ví con un libro atrapado en un ascensor, ahora más sorprendido que asustado. Fue entonces que el ascensor comenzó a subir y en el momento que pasaba frente a las puertas del piso de mi hermano, éstas se abrieron y recuerdo apoyar el libro sobre la parte derecha de mi rostro y escuchar el rugido de las llamas. Un mes después desperté en un hospital público, vendado por completo, con el libro encima de mis rodillas. Y comencé a leerlo, sin comprender nada al principio.
- ¿Y tienes ese libro contigo ahora, hijo?
Como una sombra, el deforme se delizó hacia el colchón. Metió la mano debajo y extrajo el libro. Un libro de cuero rojo. El deforme se lo entregó a Jericó. Éste lo hojeó con notoria fascinación. No podía distinguir las letras o símbolos en las páginas.
- ¿Entiendes lo que dice, Gabriel? Es una escritura bastante extraña. ¿Y esto te lo dio aquel... aquel ser?
- Si.
- ¿Y qué dice?
- Es secreto. Pero ya que usted a sido tan fiel hacia mí, le contaré. El libro es un enigma. Un enigma que hoy he resuelto. “En la guerra de los Cielos los Demonios caídos buscaban el cuerpo de un Ángel para retornar al Paraíso. Y sólo uno lo logró. Su nombre fue Lucifer. Pero Dios lo descubrió y enterró a Lucifer y a sus Demonios en lo profundo de la tierra, donde no hay más luz que la del Fuego...” Es uno de los párrafos, mal traducido, pero eso cuenta.
- No llego a comprender. ¿El libro es un relato bíblico “no oficial”?
- Es un hechizo, Padre. Acérquese para que entienda de una vez y no siga sufriendo por la incertidumbre.
El Padre se acercó al deforme. La mitad pintada le provocó temor por primera vez. Sin darse cuenta, el deforme puso su mano izquierda en la cara de Jericó, y la mantuvo con fuerza. El Padre intentaba soltarse desesperadamente.
- ¡Gabriel, suéltame! ¡Qué haces, hijo! ¡Suéltame!
- Se me olvidaba algo Padre. El hechizo funciona para los humanos. Sólo se requiere de un hombre devoto a Dios. Y en dos meses usted a demostrado serlo.
- ¿Qué dices? ¡Qué vas a hacer!
- Quedárme con su rostro, Padre, y usted con el mío.¿Podrá mirar a Dios con mis ojos?
El Padre abrió ampliamente los ojos que miraban a través de los dedos del deforme. Luego los cerró y la mano se retiró violentamente de su rostro. Jericó sonreía. Gabriel se tocaba el cuerpo y gritaba angustiado. Cayó al suelo llorando.
- No llore, Padre. En dos años usted podrá hacer lo mismo que yo, si consigue comprender el libro.
Jericó se levantó y caminó hacia la puerta.
- Qué me has hecho, Gabriel, por qué lo has hecho.
- Para vengar el rostro que llevas, Jericó.
El Padre salió de la habitación. Cuando bajó los dos pisos y estaba abriendo la puerta principal, aún podía oír los lamentos del deforme.
Considerando en frío, imparcialmente...
que el hombre es triste, tose y, sin embargo,
se complace en su pecho colorado;
que lo único que hace es componerse de días;
que es lóbrego mamífero y se peina...
Considerando
que el hombre procede suavemente del trabajo
y repercute jefe, suena subordinado;
que el diagrama del tiempo
es constante diorama en sus medallas
y, a medio abrir, sus ojos estudiaron,
desde lejanos tiempos,
su fórmula famélica de masa...
Comprendiendo sin esfuerzo
que el hombre se queda, a veces, pensando,
como queriendo llorar,
y, sujeto a tenderse como objeto,
se hace buen carpintero, suda, mata
y luego canta, almuerza, se abotona...
Examinando, en fin,
sus encontradas piezas, su retrete
su desesperación, al terminar su día atroz, borrándolo...
Considerando también
que el hombre es en verdad un animal
y, no obstante, al voltear, me da con su tristeza en la cabeza...
Comprendiendo
que él sabe que le quiero,
que le odio con afecto y me es, en suma, indiferente...
Considerando sus documentos generales
y mirando con lentes aquel certificado
que prueba que nació muy pequeñito...
le hago una seña,
viene,
y le doy un abrazo, emocionado.
¡Qué más da! Emocionado... Emocionado...
César Vallejos
Pensamiento nocturno: Cine, Teoría del perro y el para qué del arte.
La sobrevivencia -la lucha entre lo que está vivo y la constante amenaza de la muerte- provoca en todo organismo una adaptación al ambiente y, por supuesto, entre los organismos que conviven en el.
Una relación de mutuos beneficios que ejemplifica esta natural estructuración es aquella entre el ser humano y el perro.
Imaginemos al hombre primario y primitivo rodeando una fogata en los inicios de su “control” respecto del fuego. Es de noche y un animal cazado en la madrugada es asado por el jefe de la tribu. El circulo de luz de la fogata es el límite con la penumbra. Entre las sombras, las figuras de voraces depredadores acechan. Entre ellos se encuentra el lobo salvaje. Por azar –sin determinación alguna, puesto que el hombre vive el presente, sobrevive, y no tiene noción del tiempo histórico, es decir, no guarda el concepto del “ser”- un integrante del grupo arroja un trozo de carne. El lobo al principio desconfía. Pero luego come. Entiende que existe una recompensa por cuidar del hombre. Surge entonces un contrato que mejora las posibilidades de sobrevivencia de ambas especies. Es una relación entre conciencias de distintos niveles de capacidad racional: uno evolucionará hasta la abstracción de su propia esencia mediante el pensamiento y el otro se adaptará a esta evolución dejándose domesticar hasta llegar al grado en que pueda mantener una estable vinculación con las “nuevas” habilidades mentales del primero. Tenemos al hombre y “su mejor amigo”, el perro.
La Naturaleza, considerada una entidad conciente de sí misma, un mundo que se sabe mundo, se encadena al hombre a través de la razón: el ser humano conoce, estudia y comprende a la Naturaleza, la cual permite convertir al hombre en un animal capacitado para adaptarse a cualquier ambiente. La sobrevivencia del hombre se da gracias a la Naturaleza. La Naturaleza se entrelaza con el hombre. En el hombre entonces radica el Todo.
El arte, expresión sublime del constante devenir del hombre, de aquel constituirse de la nada a cada instante, podría considerarse el diálogo de la vida con la Vida misma. La Naturaleza se aprecia desde los ojos del artista, que es ser humano, que es el Todo, y en consecuencia, todos los hombres. Pero a su vez la razón del hombre es un prisma: aquello que lo ilumina se descompone en distintas energías de una misma materia. Y emerge el juego del arte, el de reconstruir y combinar los elementos que constituyen la Unidad. La creación –el acto de crear en el arte- proviene de la intuición que mantenemos acerca de la interdependencia entre la Naturaleza y lo humano. Aunque no siempre es equilibrada o respetuosa. Bien sabemos que el hombre destruye, pero la Vida sabe que debe sobrevivir y, por tanto, nunca se aniquila a sí misma. Porque la Vida es el Todo así como el hombre.
El arte, la capacidad de proyectar lo que somos en la Naturaleza, es el vínculo que nos mantiene despiertos en la búsqueda de satisfacer el anhelo de descubrir el enlace raíz entre nuestra existencia y la presencia inquietante del mundo. Es la sobrevivencia de nuestra memoria y del presente: es la esperanza de un futuro.
COMO ACABAR CON EL CINE CHILENO: sangre nueva para la abuela de caperucita.
El sociólogo y psiquiatra Dr. Mechiflo explica:
El caso arriba descrito del paciente M (y su comportamiento hacia el desafortunado G) no es la expresión acabada de la asfixia cerebral, aunque la violencia y el consiguiente ataque repentino deja en evidencia las facultades mentales trastornadas de M” (el cine y sus enfermedades, vol. XXXIX, cap. VIII, pág. 345, 1987).
-Es para alimentarte mejor.
-Abuelita, que cantidad de equipos tienes.
-Es para iluminarte mejor.
-Abuelita, que guión tan grueso tienes.
-Es para aburrirte mejor.
-Abuelita, qué gran silla de director tienes.
-Es para controlarte mejor.
-Abuelita, qué colmillos tan grandes tienes.
-Es para comerte y que dejes de joder con tanta tontera de pregunta.
Y caperucita es masticada hasta ser convertida en un anónimo asistente del asistente del asistente del asistente de producción. Porque, si bien recuerdo, en el cuento original no existe el leñador que le raja la guata a la Abuela. Ese leñador, para las nuevas generaciones audiovisuales es comparable al Mesías judaico. Ya vendrá, ya vendrá...
1) este punto nunca quedó claro.
2) el primer punto debe ser definido pronto.
SEIS DÍAS +1.
Llegó a las 6:47 a.m. un día de verano. Nadie lo esperaba en la estación. Quién lo iba a esperar. No conocía a los parientes cercanos que tenía en la capital. Tampoco amigos. Martín Gómez era un extraño en la Gran Ciudad, un sureño de clase media, un joven estudiante de 24 años que aún vivía con su madre.
-Es una pensión digna y limpia, Martín. Te van a cuidar bien.
-Gracias, doña Eula.
-El frío no me molesta.
-¿De adónde viene?
-Punta Arenas.
-Ah, linda ciudad, harto frío, ¿no?, un cuñado mío se fue para allá a trabajar en un campo. Volvió al mes con lo que tenía puesto. ¿Usted viene a buscar trabajo?
-No, vengo a un funeral.
-No.
-Lástima. Tengo un pensionado que vende una buena marihuana. Bueno, como te decía...
-¿Martín?
-Eh... ¿Sí? ¿Con quién hablo?
-Soy tu padre, Martín.
-¿Mi padre? Mi padre está muerto. Mañana es su funeral.
-¿He dicho acaso que no estoy muerto? Escucha...
-No haga bromas de mal gusto.
-Puta el cabro porfiado. Te digo que soy tu padre. Pregúntame algo.
-Mhmmm... ¿cuándo es el cumpleaños de mi madre?
-12 de enero, nacida en Iquique el año 1950, y tu cumpleaños es el 24 de enero, nacido en Punta Arenas, criado y crecido allá. ¿Bien?
-¿De dónde me llamas, papá?
-No sé bien dónde estoy. Lo que sí sé es que tienen teléfono. Es como en la cárcel, pero distinto.
-Ah.
-Ahora escucha, hijo mío. Sé que no te pude dar todo lo que tendría que haber dado. Pero todavía te puedo ayudar.
-¿Cómo es eso? ¡Estás muerto, papá!
-Ese es el punto. Antes de quedar bien muerto, te voy a dejar un gran regalo. Seis números que cambiarán tu vida.
-¿Números? Papá, ¿te pegan en el cielo?
-¡No seas ridículo! ¿Crees que tu padre, que está recién muerto, está loco?
-No...
-Seis números, Martín, que te dejarán ser libres por el resto de tu vida.
-¿Y qué hago con seis números?
-¿Eres tonto? ¿Qué crees que se puede hacer con seis números...?
-¿Quién?
-Tu viejo. Le dio un ataque y estiró la pata.
La familia Gómez, compuesta por Antonio (padre), Elsa Poblete (madre), Ignacio (hijo mayor) y Pablito miraban con desconfianza a este pariente sureño que llegaba en plena mañana a la casa. Estaban sentados alrededor de la mesa tomando desayuno. Ignacio y Pablito estaban de vacaciones. El padre estaba cesante. La madre era una dedicada ama de casa. Ignacio era un año menor que Martín. Le preguntaron lo usual, “¿estudias?”, “¿y tu madre?”, bla, bla. Poco a poco Martín le fue cayendo bien a la familia Gómez. Lo invitaron a quedarse en la casa.
El funeral sería el miércoles. Martín aceptó la invitación. La pensión de doña Juana no era precisamente para vivir más de dos días.
-Asi que te vas, niño.
-Sí, el hermano de mi padre me invitó quedarme en su casa.
-Qué bueno es tener familia... malo para mí, que pierdo un cliente. ¿Seguro no quieres marihuana?
-Ahora que lo dice, mi primo quiere comprar.
-¡Aleluya! La marihuana hace bien, niño, te pone idiota y así no te portas mal.
-Como usted diga...
-¿Cinco?
-¿Cinco?
-¿Eres un loro, niño? Te pregunto si quieres cinco.
-Cinco...
El número resaltó tanto en la cabeza de Martín que lo anotó con el BIC de doña Juana en su mano.
martes
A las ocho ya estaba en pie nuestro héroe. Recorrió la casa. En el living estaban las típicas fotos familiares: la graduación del colegio de Ignacio, las primeras comuniones, vacaciones en tal y tal parte, una foto de su padre con su tío en algún rincón del vasto sur sosteniendo un gigantesco pescado.
A las diez Ignacio se topó con Martín sentado en el sillón leyendo un libro de Asimov.
-¿Por qué duermes tan poco, huevón?
-No sé, debe ser que en Punta Arenas me gusta aprovechar el día.
-Hagamos eso, entonces. ¿Te tinca dar una vuelta por esta asquerosa ciudad? Igual no la conoces.
-Por mí, bacán.
A las once se subieron a la camioneta doble cabina. A las 11:15 estaban volados como piojos.
-No fumas mucho, parece.
-Ejem... no, de hecho, ésta debe ser la tercera vez que lo hago.
-¡Dios mío, estoy corrompiendo a un primo desconocido!
Pasaron a buscar a Natalia Ríos, la eterna polola de Ignacio. Muy caballero, Martín le cedió el asiento del copiloto a la hermosa muchacha.
-Yo soy Martín, primo del piojo... de Ignacio.
-¿Cuándo?
-A los nueve.
-A los nueve...
-Pablito, no preguntes tonteras.
-Pero si yo los he escuchado en la cama...
-¡Pablito!
-Los muertos, Martín, siempre vuelven, ya sea para obligarnos a recordarlos o para que los olvidemos.
miércoles: el funeral
A las 11 caminaba nuestro héroe detrás del carruaje en el Cementerio General. Había poca gente. Además de la familia Gómez y Natalia, unos cuántos amigos de trabajo.
Uno de ellos apartó a Martín para hablarle.
-Eras su único hijo, ¿verdad?
-Sí, señor.
-¿Sabes a qué se dedicaba tu viejo?
-Ni idea.
-Tu viejo traía homeopatía.
-Ah...
-Pero también otras cosas...
El cortejo fúnebre se detuvo y la charla quedó en el aire. El padre dijo un par de palabras y todos para la casa.
Los Gómez no sabían muy bien qué hacer para levantar el ánimo de este nuevo pariente.
Después de almuerzo el tío le preguntó a nuestro héroe si quería conocer la casa de su padre, pero Martín desistió, diciendo que “nada de valor puedo traer, porque nada conozco de mi padre que valga la pena”.
Ignacio y Pablito acompañaron al padre a sacar algunas cosas del departamento del padre de Martín. Natalia y la madre se quedaron acompañándolo.
Martín quiso ir a dar una vuelta. Natalia lo acompañó.
-¿Me crees si te digo que mi viejo me llamó por teléfono?
-Te creo, ¿por qué no?
-Podrías pensar que estoy loco.
-Eso lo tengo claro.
-¿Estás enamorada de Ignacio?
-¿Enamorada? Llevamos tres años.
-Eso no significa nada.
Los Gómez regresaron con un par de muebles y un revólver del año treinta cargado. A Pablito se le soltó un tiro jugando con el arma que reventó la tele. Esa noche Pablito se quedó sin postre.
El padre comenzó a tomar. Una fuerte discusión hubo entre la madre y el tío. Martín conversó con su tía, quien le dio íntimos detalles de su vida desde que el tío estaba cesante.
Ignacio y Natalia salieron solos esa noche. Supuso Martín que querían “privacidad”. Aprovechó la noche para hablar con Pablito.
-¿Tú crees que se quieren?
-No sé, mi hermano de repente anda con otras minas.
-¿En serio?
-Los niños no mentimos.
-Sí, claro.
a las 23 estaba nuestro héroe acostado. El número en el reloj despertador brilló por un instante. Anotó. (5,9,11...)
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sábado, 17 de marzo de 2007
Hoy no es su día.
La ventana, por mucho que la inspeccionara con la vista y la imaginación andando, no mostraba más que la misma esquina gris de todas las mañanas. El señor Alabrín intentó aguzar el oído. Cerró los ojos, podía ser que entre la vorágine acústica (mitigada en parte por la ventana de grueso vidrio) emitiera algo distinto, un sonido incomparable. No el desagradable sonido de una violenta bocina, seguramente de algún conductor neurótico. los estudios demostraban que el cincuenta por ciento de la población en La Capital padecía de neurosis, enfermedad psiquiátrica comúnmente asociada a el estrés en el trabajo, y el señor Alabrín estaba comenzando a sentir los primeros síntomas: abulia, insomnio, baja del apetito sexual. Lo último no era preocupante.
-Despierte, Alabrín, hay muchos que matarían por estar en su puesto.
El señor Alabrín volteó desconcertado y –sin saber por qué- le sonreía al hombre que asomaba con la mitad del cuerpo, escondiendo las piernas detrás de la puerta. El señor Alabrín imagino por un momento que aquella mitad de hombre, el señor Gerencia, era un muñeco de trapo manejado por un titiritero gigante. Invisible.
-Despierto, señor, siempre despierto, tengo casi terminado el informe sobre el aumento en las tasas de interés, vaya tranquilo, vaya con Dios-. El señor Alabrín sudaba.
-No le entendí un carajo, recuerde el informe sobre el aumento en las tasas de interés. ¡Despierte!
El señor Gerencia se retiró cerrando la puerta y le fue evidente al señor Alabrín la molestia de su jefe. No es ni siquiera mi informe, pensó en silencio, no es mi informe y se puede ir al Infierno, no tengo por qué hacer su informe.
Surgió otro pensamiento, uno que proponía el “qué tal si el señor Gerencia”… y un inclasificable sonido seguido de gritos de horror, laceró el silencio. A mitad de pasillo, aplastando al señor Gerencia, reposaba un escritorio completo, incluyendo al empleado que lo ocupaba. Una densa polvareda blanca ocupó el espacio. Desde el bien calculado y esférico agujero en el techo miraban los compañeros del caído. Éste, claramente avergonzado, no se atrevía a levantar la cabeza. ¿Cómo podía caerse con tanta precisión un cubículo de trabajo sobre un ser humano?
-Señor Alabrín –el Diablo le rodeaba con un brazo los hombros para empujarlo de regreso a la oficina-. ¿Puedo hablar con usted un momento?
El señor Alabrín habría buscado cualquier excusa para no continuar siendo testigo del aplanamiento de su jefe, accidente laboral que dentro de las estadísticas da un número despreciable: muerto, bajo un concéntrico pedazo de resistente concreto, en medio del pasillo, podía ver a un hombre que odiaba. Los complejos planes que había urdido en las horas de trabajo, entre todos ellos, no existía ninguno llamado “botar el techo sobre su cabeza”.
-Por favor, pase –dijo el señor Alabrín regresando del profundo viaje por su feliz y también culposo ego. Se sentía más joven, electrificado, inmune al mundo.
-¿Aliviado? –preguntó el Diablo sonriendo comprensivo.
-¿Aliviado? –el señor Alabrín se sentó detrás de su escritorio-. ¿A qué se refiere?
-A la casualidad de que el jefe que tanto detestaba hace cinco minutos se ha convertido en una alfombra que difícilmente combine con la decoración de este magnífico banco. ¿Me va a aprobar ahora el préstamo que venimos discutiendo?
Se escucha una bocina. El diablo se sienta y a sus espaldas Alalbrín distingue a sus compañeros tratando de retirar al señor Gerencia de los escombros. Aburrido, el diablo se mira las uñas. Una secretaria grita y se desmaya cuando Junior, tirando con fuerza, arranca el brazo derecho al señor Gerencia. El diablo levanta la vista. El señor Alabrín se recompone.
-Puedo continuar, si quiere –dice el diablo mirando por sobre su hombro-, pero la verdad no tengo el tiempo. Sólo necesito mi dinero.
El señor Alabrín asiente, nervioso. Por Fortuna el diablo y él se conocen desde pequeños.